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viernes, 30 de septiembre de 2011

A contracorriente

Hoy he experimentado una serie de sensaciones contradictorias que me enorgullecen a la vez que me avergüenzan, todo ello debido a algo tan simple y antiguo como es el don con el que fue dotado el ser humano para la comunicación.

La causa de tal desasosiego no es otra que el idioma. Si. Esa componente fundamental e infravalorada del ámbito de lo social. Creo poder afirmar que no soy el único que se ha visto alguna vez coartado por motivos lingüísticos ante la imposibilidad de transmitir nuestras ideas o incluso necesidades, a nuestro interlocutor. No sé si habréis sufrido esa sensación muy a menudo, pero desde luego, no me cabe la menor duda de que todo aquel que se ha visto inmerso en tal orgía de sensaciones frustradas, no lo olvida con facilidad. Mientras más me intereso por ampliar fronteras y abrir mi mente a nuevas vivencias, más duro y compacto parece el muro con el que tiendo a impactar, y más frecuentemente experimento esta horrible desazón, cada vez mas cotidiana a la par que especialmente española.

Sin embargo, a día de hoy, en un mundo cada vez más globalizado, donde las distancias culturales se han visto reducidas hasta niveles irrisorios, donde existen infinidad de redes de comunicación que nos permiten asistir a eventos diversos a lo largo y ancho del planeta, ya sea de manera física o virtual; en este marco cultural incomparable caracterizado por la búsqueda de alianzas que pongan en valor al conjunto a través del apoyo de sus individualidades... me sorprende y entristece descubrir que existen pequeños reductos sociales aún, en los cuales tales afirmaciones son entendidas como ajenas, o, cuando menos, amenazadoras.

¿Cómo si no explicaríais que un país se vea fragmentado por razones culturales y lingüísticas? Evidentemente la cultura propia de un lugar, entendida como la tradición a la cual debe su idiosincrasia, debe ser, en todo momento, defendida y fomentada, con el fin de mantener la riqueza que caracteriza y diferencia las diversas colectividades y aporta heterogeneidad a este conjunto. Lo que no acabo de entender, es en qué punto concreto de dicha definición de principios, aparece la negación al grupo, al elemento conciliador que los une y los fortalece.

Jamás podré entender dicha asociación de ideas, en tanto en cuanto, yo puedo decir con total confianza, que me siento plenamente orgulloso de mis orígenes y todas y cada una de las características que conformaron mi forma de ser, sin por ello negar ninguno de los niveles jerárquicos en los que se estructuran dichos orígenes. Yo soy un ciudadano de pueblo, orgulloso de su provincia, como parte de su maravillosa comunidad autónoma, integrante de pleno derecho de este espléndido país, como miembro de nuestra ilusionante y prometedora Unión; con sus múltiples defectos, sinrazones, injusticias o incluso desagradables muestras de nuestra insaciable sed de corrupción. Pues bien, sigo estando orgulloso de todo ello, hasta el punto de no perder la esperanza en que exista un futuro mejor.

Ahora bien, una vez que ya he superado la barrera idiomática que tan concienzudamente se empeñó en grabar a fuego nuestro “alentador” sistema educativo, me encuentro ante el gran dilema, ¿cómo encontrar palabras que me ayuden a justificar o, como poco, explicar a mi querido interlocutor el por qué de unas políticas nacionalistas obsesionadas con la imposición de lenguas minoritarias frente a aquellas de mayor repercusión? ¿Cómo se le explica a un ingenuo visitante, ajeno a toda polémica histórica, capaz de hablar con fluidez más de cinco idiomas, tal barbaridad? Y lo que es peor, ¿cómo explicarle a tus hijos, que en un alarde de extrema “generosidad” y “humildad”, has decidido hipotecar su futuro negándoles el mayor legado que podrías transmitirles, su habilidad para comunicarse más allá de sus límites más inmediatos?

Me estremece sólo pensar en verme en esa temible tesitura. Quizás deberíamos imponer en la escuela, aparte de las ya comentadas clases de idiomas para los pequeños "infelices", un temario extra orientado a sus indefensos progenitores, en el cual enseñarles a defender tan “plausible” postura.

Señores, el ego, principal mal de esta sociedad, no hace sino entorpecer la gran variedad de virtudes que caracterizan al ser humano y le otorgan la grandeza que sin duda poseen. Pese a ello, no parecemos programados para aprender de errores pasados, y seguimos empeñados en demostrar que son los astros quienes giran en torno a la todopoderosa Tierra, gobernada y dirigida por nuestros invencibles iguales.

¡Que no! ¡No somos mejores que los demás, no estamos por encima del conjunto! Y no, no podemos oponernos a las tendencias más globales por el simple hecho de dejar nuestra huella en la historia, aunque sea un rastro de pena y destrucción. Cada catástrofe natural, cada desastre acaecido, nos debería ayudar a entender lo insignificantes que podemos ser, como partes de este maravilloso Todo en el que estamos sumidos.

Por favor, desde aquí hago un llamamiento general, para que se analicen las decisiones tomadas y sus más que probables consecuencias a medio y largo plazo. No podemos dejar que sea el orgullo quien gobierne nuestro futuro, sino nuestro raciocinio quien lo guíe. Superemos el egocentrismo que ha manchado tantos y tantos episodios de nuestra historia, olvidemos nuestro ombligo por un momento, para levantar la mirada y ver más allá, disfrutar de la gran cantidad de novedades que se nos ofrecen cada día y que contribuirán a formar la personalidad de los que están por llegar.


viernes, 23 de septiembre de 2011

Lo políticamente correcto

Curiosa afirmación, eso sin duda.

Y cuando digo curiosa, quiero decir paradójica, controvertida, incluso polémica. Muchos se preguntarán por qué, aunque imagino que otros ya sabrán a qué me refiero.

Vivimos en una sociedad evidentemente politizada, en el buen y en el mal sentido. Todos sabemos el papel que juega la política en nuestra historia y el fin último que la generó. Sin embargo, hoy día, estos principios creadores, estos argumentos filosóficos se ven de soslayo, en una sociedad donde la política es más símbolo de poder que de gobierno, de individualidades que de conjuntos, de conflictos que de encuentros.

En mi opinión la política debería ser el hilo conductor, generador de sinergias, el faro capaz de guiar a una sociedad compuesta por infinidad de individuos asociados en conjuntos menores. En este sentido, es necesario tener representantes que trasladen las inquietudes de los integrantes de la sociedad, ante otras sociedades, a modo de portavoces. Hasta aquí, todo es correcto. Es más, la democracia permite al ciudadano participar en la elección de dicho representante en plenitud de derechos y en igualdad con el resto de ciudadanos. Perfecto.

Ya sabemos la teoría, lo ansiado. Pues bien, ahora me gustaría que todos hiciéramos autocrítica y reflexionáramos acerca de la situación actual, y como esta dista enormemente del ideal definido anteriormente.

Cada día más, los representantes políticos se convierten en entes independientes capaces de dictar sus propias opiniones según sus propios criterios, guiando por tal senda al resto de representados. ¿No os resulta llamativo, que una persona elegida para alzar la voz exclusivamente en el caso de que nosotros deseemos que así lo haga, sea quien nos diga lo que debemos hacer, incluso cuando la mayoría estamos en pleno desacuerdo? A mí, cuanto menos, me inquieta esta paradoja.

¿Cómo puede ser que un político, a día de hoy sea una profesión independiente, privatizada según empresas-partidos que luchan por sus propios intereses? ¿Como puede ser, que se hable de político de carrera? Sinceramente, para mí un político debe ser una persona capaz de expresar mis ideas mejor que yo, esa es su principal labor. Alguien con el suficiente carisma como para aunar las opiniones y evitar el libertinaje y el caos que puede acarrear la diversidad lógica derivada de las diferentes maneras de pensar. ¿Se os ocurre alguien en quien pensar? Probablemente menos de los que oficialmente se declaran como políticos de carrera.

Mas allá de eso, todos aquellos asesores que se adosan al gobierno para contribuir en la toma de decisiones, entiendo que deben ser expertos en la materia de contrastada experiencia, capaces de analizar un determinado problema de manera objetiva y eficaz. ¿Por qué, entonces, deben ser también políticos? La economía no debe ser política. La salud no debe ser política. La cultura, tampoco. La justicia, aún menos.

En este caso, de hecho, creo que la realidad me da la razón: por qué si no un determinado concejal debería tener un asesor que lo asesore, o lo que es peor, varios. Si no me equivoco, es el alcalde quien recurre a sus concejales a modo de asesores. No podemos permitir que la jerarquía se repita indefinidamente. No perdamos de vista la pirámide política estatal: presidente, ministros, presidentes autonómicos, consejeros, alcaldes y concejales. ¿Podemos permitirnos minar toda esta serie jerárquica con más asesores? Aparentemente, todos dependen de un representante central, que cuenta con asesores locales que le facilitan su acceso a todos y cada uno de los ciudadanos que forman dicho Estado. ¿No deberíamos hablar de un equipo destinado a lograr el bien del Estado? ¿Un conjunto de personas luchando por gobernar y defender los derechos de sus ciudadanos? Resulta curioso como percibo una realidad perfectamente opuesta, donde cada miembro de la jerarquía se encuentra orientado hacia intereses bien diversos.

Probablemente sea mi ignorancia la que motiva estas dudas, ya que la inmensa mayoría de la sociedad parece vivir feliz en un entorno hostil donde los partidos políticos, cual equipos deportivos, son apoyados y defendidos a ultranza sean cuales sean su acciones y/o errores, así como odiados desde el frente opuesto, con la misma sinrazón.

Un ejemplo más de este monumental despropósito es la figura de la Oposición, conjunto de expertos políticos que pese a no ser elegidos por la mayoría, cuentan con el suficiente número de votos en su favor como para que sea necesario que trasladen la opinión de sus representados (no me gusta usar la palabra “seguidor” dado que se aleja del concepto original) con el fin de ayudar al gobierno electo en la toma de determinadas decisiones.

Por tanto, cada vez más, me descubro en un estado complejo de rebeldía e indignación, en el cual la impotencia me domina al ver que me encuentro representado por personas que no piensan como yo, ni hacen por intentarlo, y lo que es peor, no solo no puedo renunciar a este servicio que varios como yo decidieron crear algún día, sino que dependo de ellos hasta el punto de que no soy nada si ellos no me permiten serlo.

Es por ello, que cual ex pareja despechada que decide borrar y eliminar todo rastro de su apasionada y fallida relación, me planteo firmemente retirar la citada expresión, políticamente correcto, de mi vocabulario cotidiano, ya que en la actualidad no sé realmente si puede llegar a tener algún sentido emplearlo.

¿Qué relación hay entre lo que es correcto para la política, y lo que es correcto para mi? Es por ello que no acabo de vislumbrar hasta qué punto lo políticamente correcto, es aquello considerado justo o adecuado en la conciencia ciudadana.