miércoles, 21 de septiembre de 2011

Hace algunos meses vi un documental con un título rimbombante

Hace algunos meses vi un documental con un título rimbombante, la “obsolescencia programada”, pero que alude a una idea que todos en algún momento hemos comentado, la de que los productos están diseñados para que se rompan en un tiempo determinado. Es un comentario que suele salir a la luz cuando una impresora da un error que impide la impresión, pero sin que se haya roto nada en su interior; o cuando a alguien empieza a darle problemas la batería del móvil que compró hace dos años y al que se le acaba de terminar la garantía; o siempre que se comenta sobre los muebles de una famosa multinacional sueca o las técnicas de construcción empleadas en estos años de boom urbanístico.

Al parecer eso que se sospecha y se afirma sin una clara convicción o prueba que lo sustente, es cierto. La idea de que las cosas no podían durar surgió en un primer lugar entre los fabricantes de bombillas, que ya en los inicios del siglo XX se unieron en un cártel que decidió que las bombillas en lugar de 2.500 horas debían durar 1.000, e incluso establecieron sanciones para los fabricantes que, perteneciendo al cártel, incumpliesen ese compromiso.

El mismo concepto surgió en Estados Unidos tras el gran crack del 29, cuando la explicación dada a la situación económica de entonces era que los productos duraban tanto que no había necesidad de seguir produciendo al mismo ritmo, de forma que la demanda de los consumidores no justificaba un volumen de producción que brindase trabajo a la gran mayoría.

En ese momento parece que la idea no prosperó, pero si que acabo haciéndolo en los años 50 donde se decidió que en lugar de fabricar los productos con fecha de caducidad, habría que fabricarlos de forma más barata y acompañarlo de una campaña de marketing que creara en los consumidores la necesidad o el deseo de cambiar su viejo producto (aunque funcional) en el mercado de segunda mano, para cambiarlo por uno más nuevo, más moderno, más bonito.

En la actualidad ese modelo de consumismo injustificado es indiscutible y todos aceptamos como algo normal e irreprochable la ambición por algo más nuevo y moderno, o incluso más de moda. Ese modelo de consumismo sostiene un crecimiento económico, donde cada vez producimos más porque consumimos más. En otros campos por el contrario, como el de las impresoras o determinados aparatos electrónicos o electrodomésticos, sin embargo, se sigue fabricando con una fecha de caducidad, pues no son valorados como para poder inducir al consumidor a cambiarlo antes de tiempo.

Pero todo esto tiene una cara “b”, una cara en la que tenemos al tercer mundo convertido en un vertedero de productos desechados, una cara fea en la que estamos malgastando recursos finitos en un bucle infinito, una cara que habla de consumidores que cada vez trabajan más para conseguir menos poder adquisitivo que invierten en bienes no primarios y que para cuando terminan de pagar ya no necesitan.

Una vez más el ejemplo más claro son los denominados “Smartphone”, tienen un coste en torno a los 500.-Euros que abonamos en forma de sobreprecio en nuestra tarifa de telefonía que, curiosamente, tiene un compromiso de permanencia casi idéntico a la vida útil del aparato. Cambiamos los móviles entre 18 o 24 meses, vida útil máxima, lo que coincide con los compromisos de permanencia que asumimos.

No hay que ser muy listo para darse cuenta de que no es un modelo sostenible a largo plazo. Cada vez estamos exportando ese modelo productivo o económico a más países, y cada vez estamos buscando con mayor ahínco un crecimiento económico comprendido entre el 5% y el 10%. Eso supone duplicar nuestra capacidad productiva cada pocos años. Nuestro mundo tiene unos recursos limitados y algunos, de hecho, no renovables, luego no podremos sostener ese modelo de manera indefinida sin agotarlo. Sólo los mercados de bienes intangibles podrán continuar ese modelo, los demás tendrán que empezar a cambiar el fin último que guían el modelo productivo.

Pero claro, aquí llega la pregunta que todo conservador (bien por miedo, bien por defender su posición privilegiada) hará: “¿Y que alternativa propones?”.

La alternativa es dividir el mundo productivo en dos clases muy claras:
-          aquellos que emplean recursos naturales o materiales limitados
-           y los que no.

 En otras palabras: los que generan bienes tangibles y los que no.

Dentro de los sectores productivos que generan bienes tangibles y que en consecuencia dependen de materias primas o recursos limitados, habrá que determinarse bien por intervención directa, bien por legislación un tope productivo, pero sobre todo un cambio en el principio inspirador. El principio que determine el curso de esa actividad no podrá ser el crecimiento ilimitado y continuado, basado en la competitividad entre países, pues cuando los recursos escaseen sólo quedará una vía para seguir creciendo, quitar cuota de mercado a otro a base de trabajar más y por menos, lo que a la postre acarreará la muerte del sistema por incapacidad del consumidor para consumir, si no terminan por agotar los recursos de los que dependen antes. El criterio para determinar el nivel de producción no sólo será el de la sostenibilidad, pues se podría trampear, sino también el de la demanda real existente y su necesidad. No es un concepto nuevo o radical, pues ya se aplica en sectores primarios dentro de la UE, como por ejemplo el ganadero o el de la pesca (cupos de producción de leche o de capturas).

Así a partir de ahora no se deberá buscar la eficiencia en cuanto a volumen. El principio deberá ser el de la eficiencia en el uso de los recursos y por extensión la producción de productos más longevos, más eficientes y, en definitiva, mejores en cuanto a su calidad.

Esto debe venir unido a un cambio a nivel económico mundial, para evitar que sea más rentable construir en lugares menos eficientes. La economía global no puede desequilibrarse, pues entonces no funciona. Para que no se produzcan desequilibrios lo primero será la existencia de una moneda única, o de algún otro mecanismo que evite las desviaciones fruto de devaluaciones artificiales de una moneda para favorecer las exportaciones, y lo segundo será que a la hora de valorar el coste de producción de un producto, habrá de incluirse el de reciclaje o tratamiento efectivo del producto reemplazado y el coste real (no sólo el del combustible) del transporte.

No es lógico ni conveniente que producir un producto en China, muy alejado del consumidor final y con tecnología de fabricación menos eficiente y más contaminante, sea la opción más rentable para las empresas, pues esa competitividad se obtiene a base de tener a la gente trabajando 12 horas, en discutibles condiciones laborales y gracias a un cambio de divisas manipulado. No es lógico, ni justo pues perjudica una producción local que compite mediante el empleo de medios más sofisticados, con mayor flexibilidad (ajuste de la producción a la demanda) que genera bienestar social y que evita en gran medida el transporte y por extensión consumo de energía y contaminación. H&M es una cadena que ha conseguido demostrar que la producción local puede ser más rentable que la producción a gran escala deslocalizada, gracias a que replantea su producción de género de manera mensual y de esa forma se ajusta mejor a la demanda del consumidor en base a modas locales o incluso a la meteorología. No decimos que sea el modelo a imitar o que se tenga que aprobar por intachable, pero sí que ha mejorado en algunas cuestiones y que por tanto es un modelo a considerar.

La siguiente línea argumental será igualmente inevitable: “Ese esquema destruirá empleo”.

Puede que así parezca inicialmente, pero es subsanable o evitable. He dicho antes que en el coste de producción habrá que incluirse el coste de destrucción o reciclaje del producto sustituido, lo que dará lugar a una industria nueva, que tendrá necesidad de mano de obra. Además si el fin inspirador de la producción es la eficiencia en cuanto a calidad, todas las empresas deberán ampliar su sección de I+D para lograr un producto más longevo y de más calidad que el de la competencia, puesto que cada venta, en términos relativos, será más importante que en un mundo de consumismo desorbitado. Así serán menos los empleados destinados a producir, pero más los destinados a reciclar/recuperar y a diseñar/investigar.

Y por último, nuestro interlocutor conservador acudirá al último argumento: todo lo expuesto conlleva un encarecimiento del producto”.

Y la respuesta es sí, pero sólo de los productos materiales manufacturados y no imprescindibles. Los bienes primarios y básicos, como los destinados a alimentación, no se deben encarecer pues se va a acabar con la posibilidad de la especulación o las prácticas de dumping, al mantener constante la ecuación demanda-producción y evitar la competencia desleal fruto de un mercado de divisas adulterado.

La vivienda, otro bien primario, se controlará centralizadamente, la iniciativa será privada, pero la administración controlará el exceso o defecto, pues al final la construcción depende del suelo urbanizable, recurso muy limitado en determinados lugares, por lo que se trata de un mercado imperfecto que no puede regirse por la ley de la oferta y la demanda, dado que la oferta no puede variar y adaptarse al mismo ritmo que una demanda influenciable o sometida a los designios de especuladores. Además en el caso de la vivienda se podrá eliminar la tentación de un acaparamiento por parte de unos pocos o la especulación, mediante una presión fiscal que penalice viviendas con un tamaño superior al medio, la titularidad de segundas viviendas, cuya necesidad no cabe ser defendida, o la compra y venta de viviendas en periodos breves de tiempo para especular. Dicha mayor presión fiscal no se aplicará a la adquisición de una primera vivienda, pero reportará recursos que podrán ser reinvertidos en la gestión de un mercado, el de la vivienda, imperfecto y en la garantía de viviendas sociales.

Luego, ¿qué productos se encarecerán? Los bienes tangibles dependientes de recursos o materias primas limitadas, así como los meramente suntuosos. Un coche costará más, sí, pero siempre existirá la alternativa del transporte público y ese coche durará más. Y es en relación a esa mayor longevidad, donde surge la mayor duda: ¿querremos o aceptaremos tener el mismo coche durante 25 años? o ¿interesa que no podamos actualizar el parque móvil según se descubran medios de automoción más ecológicos? La primera pregunta pasa por una reflexión global de la necesidad de hacer cambios, la segunda cuestión es más difícil de contestar. Creo que un ritmo de renovación más lento se ajustará a un nivel de avances que, por ejemplo en la automoción, ha sido también más lento.

La electrónica, el hardware, será más caro, pero se trata de un hardware que ya es muy potente, y recaerá en manos de los programadores, que producen un bien no tangible, avanzar en el sentido de que se requiera menos potencia para hacer más. Hemos conseguido que un teléfono tenga la capacidad de un ordenador de hace 5 años, luego podemos conseguir hacer más con la potencia de los actuales ordenadores, si es que necesitamos ser capaces de hacer más cosas…

En cuanto a los bienes intangibles, ¿qué cambiar? Nada. Es un mundo que se podría calificar de mercado perfecto, que se puede regir por la ley de la oferta-demanda y donde producir más no requiere más recursos. En un mundo con más de un ordenador por persona, y conectados en red, ya tenemos la base material para crear y disfrutar todo el arte y cultura que podamos imaginar. Será ese el caldo de cultivo de especuladores y personas de ambición o avaricia infinita. Será donde se podrá seguir creciendo y donde se podrá ambicionar más sin límite. El reducto de los soñadores, el mundo capitalista liberal puro. Pues no dependerá de recursos finitos y no se tratará de bienes primarios o esenciales. Además siempre habrá recursos a disposición de todos, incluso sin coste, porque no exista una demanda real. Tal y como ocurre con los libros que no tienen una demanda comercial y que se encuentran en la red en forma de archivos gratuitos. Siempre habrá quien no aspire a ganar compartiendo su obra, o incluso se podrá llegar a implantar conceptos como las licencias “creative commons”.

Se trata, en resumen, de volver a un ritmo de vida más tranquilo, en el que produciremos menos objetos materiales y habrá menos volumen de negocio, pero eso no nos hará menos felices, pues ahora no somos más felices que en los años 60. Será un mundo donde cultivaremos más la amistad y la cultura, los bienes intangibles que los materiales. Donde para relajarnos nos iremos a charlar con los amigos en lugar de a comprar ropa que no necesitamos. Pero sobre todo, será un mundo con viabilidad, pues el actual tocará a su fin, bien porque rectifiquemos, bien porque lo agotemos.

Y no nos equivoquemos, no defiendo un comunismo, pues habrá alimentos y viviendas para todos, sí, pero tendrán que ganárselos. Quien no aporte, no recibirá. Y sí, los trabajadores no cualificados verán limitada su posibilidad de incrementar ingresos a la sostenibilidad de la producción, pero si no trabajan no comerán y si trabajan desarrollando un mejor producto o el mismo buen producto en menos tiempo y gastando menos recursos, trabajarán menos y disfrutarán de los mismos privilegios, lo que debería ser una motivación para mejorar. En el comunismo trabajaba lo mismo tanto si era bueno como malo y tenía lo mismo que todos.

En este modelo alternativo que a “grosso modo” proponemos, si soy mejor recibiré una mayor recompensa porque ayudaré a que sea el producto de mi empresa el que triunfa. Y si soy trabajador que sólo aporto mano de obra, un producto mejor es más duradero,  se posiciona mejor, y así se garantiza la demanda a largo plazo, lo que garantizará mi puesto aun cuando el volumen de producción se estabilice y el tiempo de producción se reduzca.

Incluso en el caso de tener más tiempo libre, o bien acabaré adquiriendo nuevas habilidades y conocimientos, escalando en la jerarquía productiva, si soy hábil e inquieto, o bien me acomodaré a mi situación, feliz por poder cubrir mis necesidades y sin la espada de Damocles de un deseo constante de comprar nuevas cosas por comprarlas. Porque comprar por comprar no estará bien visto, como no lo está ahora tener un coche que consume 20 litros por cada 100 kms o que contamina mucho. Y sí, habrá quien tenga más y quien tenga menos, pero será por su valía, por aportar más, no cantidad, sino calidad, eficiencia e ingenio.

En cuanto a las corruptelas en los órganos que ajusten la producción, será más controlable, tan sólo hay que imponer criterios de publicidad y transparencia, que cualquier intervención que haya deba ser motivada y justificada a través de la red, siendo accesible a todos, y estableciendo una retribución para quien detecte y evidencie errores o desviaciones de poder. Dado que habrá más gente con tiempo libre, habrá más gente controlando, motivado por una retribución extra.

En definitiva se trata de aunar lo mejor de dos sistemas organizativos, dejando ideologías a un lado. El capitalismo y la competitividad para los sectores productivos inmateriales y la producción contralada desde un poder centralizado y público para los sectores que produzcan dependiendo de recursos naturales limitados.

Como dijo Ghandi: “El mundo siempre será lo bastante grande para suplir las necesidades de la gente, pero demasiado pequeño para satisfacer la avaricia de algunos”.

El documental se llama “Obsolescencia programada” y está a disposición de cualquiera en la red, emitido en la 2.

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